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¡TAMBIEN LOS HOMBRES LLORAN …!

¡TAMBIEN LOS HOMBRES LLORAN …!

Por Raúl Vidales Delgado (+)

Nota de Ismael Vidales. Este texto apareció publicado en un periódico de Villa de Santiago(hoy Santiago) N.L., en la Sección “Páginas sueltas de un Diario”. El autor, mi hermano Raúl, era entonces sacerdote y sentía gran admiración por nuestro padre u obviamente un amor entrañable por nuestra madre, que víctima de un cáncer terminal falleció a los 38 años de edad. Este evento le arrancó a Raúl esta reflexión que yo me encontré entre los papeles del “Viejo” y que me parece importante reproducir, no tanto por tratarse de mi familia (ya muertos los tres) sino porque esta historia es la misma de muchos de nuestros lectores.

“¿Qué es eso m´hijo, los hombres no lloran!!
El muchacho apretó los párpado como dos puños que no quieren dejar escapar la presa y no pudo evitar que dos lágrimas corrieran por su piel morena como las últimas gotas de un bagazo que se exprime.
La figura del “Viejo” se hundió pesadamente en un carcomido sillón. No estaban bien las lágrimas. Si él había sido un caballerango, militar, pistolero, minero, líder, juez, músico, zapatero y hasta carpintero y albañil.
Había corrido mucho. La vida le había tendido mil trampas y de todas se había burlado a la buena.
Varias veces se había topado cara a cara con la muerte ¡qué caray!. Y si al principio le espantó, después tuvo que verla como vieja amiga. Se fue dos veces de “bracero” y corrió muchas aventuras.
Inviernos y veranos, sequías y aguas, abundancias y hambres.
No en vano tenía la cabeza blanca y profundos surcos como los caminos de la vida cruzaban implacablemente su frente y su cara.
El “Viejo” apretó con rabia las quijadas como las bisagras de los portones antiguos, clavó su mirada en el suelo y se apretó inclemente la cabeza como si quisiera arrancar de cuajo una mala idea.
El reloj siguió monótona carrera y el “Viejo” perdiendo la noción del tiempo dejó caer su vigorosa cabeza entre sus nervudas y requemadas manos, y el corazón se perdió en la penumbra, y la idea en la incertidumbre.
En un rincón una mujer agonizaba. Había sido bella, con la belleza salvaje y primitiva de las hembras pueblerinas hechas de aire y de sol, y de trabajos y de luchas, de esas que no aprendieron a mendigarle belleza a cosméticos ni afeites artificiales. Había sido fiel hasta el extremo, con la fidelidad de esa gente que a fuerza de lucha han llegado a no tenerle miedo al destino aunque les parta el alma.
Muchas veces y mucho tiempo había esta-do al frente de la familia de tres hombres mientras el “Viejo” arriesgaba el pellejo y se llenaba el alma de polvo y gas adentro de las minas.
Pero ahora moría en plenitud a los treinta y ocho años de edad.
Ellos eran nuevos en el barrio de la ciudad. Por eso le gente pasaba a montones, de prisa, cada uno aprisionando su propia dicha, su propia desgracia. Pasaban de largo. Adentro de esa calle “Artículo 123”, en la casa marcada con el número 1275 de la Colonia Talleres se oye una respiración jadeante … calor de muerte, sudor agónico, estertor de postrimerías.
La enferma alza sus brazos y su mirada como quien quiere aferrarse a un lazo en medio del abismo.
Los muchachos cu-chicheaban por instantes algo sin sentido y volvían a tomar su hierática postura.
De pronto la enferma se fue quedando adormecida por la quietud del descanso eterno, Sin prisas, sin estridencias, sin zozobras, sin tensiones, así lentamente, plácidamente. Era Domingo de Resurrección.
No hubo alaridos. Un silencio espeso lo en-volvió todo. Los tres muchachos fueron dejando caer uno a uno, todos sus miembros como muñecos de trapo.
Unas cuantas lágrimas humedecieron el suelo como los últimos resabios de una tormenta cuyo trueno y relámpago se pierden en la lejanía.
El “Viejo” como toro que se crece al castigo se fue irguiendo inconmensurablemente.
Sus ojos chispea-ron como fogón de fragua, apretó las piernas como cuando iba a amansar un penco ladino, crispó los puños, los músculos ya correosos se fueron poniendo tensos y como una bandada de pájaros de mal agüero fueron pasando por su imaginación y sus re-cuerdos las multitudes que habían seguido su voz y su gesto como un solo hombre; hombres y situaciones habían estado a su mando, obedientes a su voz y a su gesto imperioso, altivo, arrogante, imperturbable.
Y así como en un juego sarcástico empezaron a desfilar por su cabeza escenas dantescas de su vida aventurera. En un gesto desesperado se llevó las manos a las orejas, cerró los ojos y del torbellino ensordecedor del recuerdo cayó en el silencio terrible de la muerte, de la ausencia, de la soledad.
Los muchachos se le quedaron viendo inermes. Las miradas se fue-ron cruzando con pasmosa lentitud y pudieron ver como el viejo tenía los ojos preñados de lágrimas.
Se dejó caer como fruto maduro en el sillón carcomido y murmuró entre sollozos: “No, no es la muerte. Es que la quería…”